Cuando iniciamos algo en nuestra vida, siempre esperamos que perdure en el tiempo si es algo positivo que nos ha marcado. Deseamos que se prolongue el mayor tiempo posible, pues nos aporta felicidad y estabilidad emocional. Si esa felicidad se ve truncada por las circunstancias, la única opción que tenemos es huir hacia delante, de esta forma parece que nos libramos del dolor que nos ha producido la ruptura. Sin embargo, después de analizar las relaciones que hemos disfrutado, nos damos cuenta de que siempre hay alguna que no ha terminado del todo, no fuimos nosotros los que realmente deseábamos acabarla, así que nos persigue eternamente la duda y la frustración de aquella decisión precipitada que hizo una mella considerable en tu espíritu. De pronto, cuando menos te lo esperas, realizas un acto casi sin pensar que tiene consecuencias sobre esa relación inacabada. La sorpresa positiva inunda tu ánimo durante un tiempo hasta que se vuelve en tu contra, convirtiendo todo lo sentido antes en una frustración sin sentido. No entiendes nada y en nada se transforma aquello tan amado, quedándote de nuevo la sensación de que lo inacabado tendría que haberse quedado en eso, en recuerdo.